Autor: Censat Agua Viva
Editorial Censat Agua Viva
En 1997, durante la Conferencia de las Partes sobre Cambio Climático (COP 3) realizada en Kyoto, Japón, la red internacional de resistencia a la actividad petrolera Oilwatch (de la que Censat hace parte) presentó una declaración en la que hizo un llamado a la moratoria de nuevos proyectos petroleros. En el momento, la propuesta sonó radical, pero era atractiva para muchos grupos ambientalistas en el mundo que firmaron y apoyaron la declaración. El llamado de moratoria, que desafiaba el rumbo que trazaba el ritmo creciente de quema de petróleo en el mundo necesario para el crecimiento de la economía, tenía dos importantes antecedentes: de un lado, la lucha del pueblo U’wa contra Occidental Petroleum Company en Colombia a finales del siglo XX, que advirtió que el petróleo es ruiría, la sangre del planeta, y que para protegerla se opondrían desde entonces a la explotación petrolera; de otro lado, la resistencia de organizaciones indígenas en Nigeria afectadas durante décadas por la extracción petrolera, cuyas acciones fueron acompañadas por Earth Rights Action (ERA) y que incluían la propuesta de dejar de explotar el Delta del Níger.
Una década después de Kyoto organizaciones indígenas, campesinas y ambientalistas ecuatorianas hablaron de una medida concreta, precisa y real para enfrentar la crisis climática, proteger la Amazonía y garantizar la supervivencia de los pueblos indígenas Huaorani, en aislamiento voluntario: “dejar el crudo en el subsuelo” en el Parque Nacional Natural Yasuní. La propuesta, denominada Iniciativa Yasuní, incluía la exigencia a los países industrializados, responsables históricos de la crisis climática, de pagar a los países del Sur global, justamente por no extraer el petróleo, y que esos recursos económicos se destinarán a transformar la matriz productiva de esas naciones.
El planteamiento de dejar el crudo en el subsuelo fue tomando forma y vida en varias partes del mundo, en muchos casos promovido por organizaciones que hacen parte de la red Oilwatch: en Costa Rica, la organización local de esa red logró frenar la explotación petrolera en el Caribe y promover una moratoria a través de un decreto ejecutivo que se extendió hasta septiembre de 2021; en Colombia, los pueblos raizales del archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, detuvieron a las petroleras para proteger los arrecifes coralinos y la cultura ancestral de las islas; en Guatemala, los pueblos mayas de la zona del Petén también llamaron a dejar el crudo en el subsuelo para garantizar la supervivencia de los pueblos locales y las selvas de esta rica región. Esta misma lucha es la que hoy continúan los pueblos y organizaciones que, a nivel global, se oponen a la expansión de la frontera petrolera, es decir, al fracking, a la explotación de arenas bituminosas y de yacimientos en aguas ultra-profundas, así como al paso de oleoductos y gasoductos por sus territorios, ahora con una aliada adicional: la ciencia.
El pasado 15 de agosto, el Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés), dio a conocer el reporte más completo y alarmante -pero aún así insuficiente y complaciente con quienes toman decisiones- sobre la crisis climática, con base en los datos que recopila la ciencia física. Se corrobora que las actuales concentraciones de dióxido de carbono en la atmósfera son las más altas en por lo menos 2 millones de años; también se verifica el mayor incremento del nivel del mar en 3.000 años, como mínimo, y el más grande deshielo glaciar en 2.000 años. Calcula el Panel que, de las emisiones generadas desde 1750, más del 64% son causadas por el uso y la quema de combustibles fósiles, que se intensifica aún más en la última década, al aportar el 86% de ellas. A partir de su proyección de emisiones de dióxido de carbono se puede estimar que, al ritmo actual, superaríamos los 1,5ºC de incremento en la temperatura global en menos de diez años. Ante la magnitud de los datos del informe, el Secretario General de Naciones Unidas, António Guterres, afirmó que se trata de una alerta roja para la humanidad: “debe sonar como una sentencia de muerte para el carbón y los combustibles fósiles, antes de que destruyan nuestro planeta. (…) Los países (…) deben poner fin a toda nueva exploración y producción de combustibles fósiles”.
En el mismo sentido indaga un artículo de septiembre de 2021 de la revista científica Nature, al retomar las conclusiones de un estudio de 2015 que, con gran nivel de detalle, concluye que de las reservas probadas totales a 2018, el 90% del carbón, el 58% del petróleo y el 59% del gas no pueden ser extraídos si se quiere tener al menos una posibilidad modesta, de solo el 50%, de no superar un aumento de 1,5ºC en la temperatura media global. Para los autores «muchos proyectos de combustibles fósiles, operativos y planificados, son inviables». En mayo pasado, la Agencia Internacional de Energía (IEA), organización que lleva cuatro décadas buscando asegurar el suministro de petróleo de los países del Norte global, afirmó en su informe anual que “no se necesitan nuevos yacimientos de petróleo y gas natural en nuestro camino», instando a cerrar la brecha entre la retórica y la acción real de los gobiernos ante la crisis.
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Si se siguen quemando combustibles fósiles, el colapso es inminente, nos lo advierten desde sectores sociales y también desde la ciencia. Y, aunque en los discursos oficiales se habla de descarbonizar la sociedad, la única propuesta eficaz para alcanzar la sustentabilidad y enfrentar la catástrofe es dejar el carbón, el petróleo y el gas enterrados para siempre.