
Por: Samuel Jaramillo – Área de Energía y Justicia Climática, Censat Agua Viva
Es costumbre del capitalismo apoyarse en ficciones que poco tienen que ver con la realidad. Su baraja de fantasías es amplia: la mano invisible del mercado, el crecimiento infinito, el tecnooptimismo, la supremacía del ser humano sobre el resto de la naturaleza y, principalmente, la supuesta perpetuidad del sistema capitalista en sí. Esta negación de que el modelo económico vigente es finito en el tiempo, toma diferentes formas, pero una que comienza a asomarse en estos tiempos de transición, es el no pensar en el destino de toda la infraestructura que hoy sostiene este sistema, una vez termine su vida útil.
Desde la perspectiva del sector de los hidrocarburos, pareciera que el “oro negro” cubrió nuestros ojos y no nos dejó ver que los pozos, que parecían escupir crudo ilimitadamente, algún día dejarían de hacerlo y que, en ese momento, no simplemente se taponan y abandonan. O, tal vez fue el gas metano el que, con sus tóxicas emanaciones, nos hizo obviar a todos que las torres, plataformas y ductos que lo transportan, algún día se tendrían que desmantelar. En su delirio, el sector de los hidrocarburos hace caso omiso a las recomendaciones de voces expertas de dejar el 90 % de las reservas actuales de carbón y el 60 % de las de gas y petróleo sin extraer para evitar una catástrofe climática y social, creyendo que puede negociar con el clima para perforar un pozo más, y así, pozo a pozo, perpetuar su oleosa fiebre. En todo caso, si queremos cumplir con las metas de reducción de gases de efecto invernadero para tener un planeta habitable, gran parte de la infraestructura petrolera tiene sus días contados. Es hora de situar su desmantelamiento en el lugar que merece dentro del debate de una transición energética justa.
En el caso de la explotación de hidrocarburos en el mar (conocida como offshore o costa afuera), desde sus inicios las empresas petroleras, como es su costumbre, han intentado sus habituales piruetas para eludir su responsabilidad de desmantelamiento. La salida más fácil es simplemente ignorarlo, esto es, taponar el pozo –un requerimiento mínimo en cualquier procedimiento de abandono–, y dejar las plataformas que sirven para extraer gas y petróleo intactas una vez finaliza el proyecto. A lo sumo, se puede cortar la parte que sobresale y dejar la parte sumergida como un arrecife artificial. Claro, podría pensarse que si nadie pasa por ahí y nadie la está viendo, ¿a quién le va a importar? Pero, ¿el hecho de que no veamos lo que pasa debajo de la superficie del mar, nos da la autoridad para hacer lo que queramos allí?, ¿lo ignoraríamos de la misma manera si esto ocurriese en el continente? Esto es barrer la basura debajo de la alfombra, y el mar no es nuestro basurero.
Más allá del problema ético y estético de convertir el fondo marino en un laberinto de torres y ductos abandonados, hay otros problemas más tangibles a la hora de desmantelar infraestructuras costa afuera. Las plataformas offshore suelen ser áreas restringidas, y es usual que coincidan con lugares que tradicionalmente habían sido zonas de pesca artesanal. A los pescadores se les ha privado arbitrariamente de sus sitios de pesca, y es probable que, bajo la excusa de crear reservas naturales con arrecifes artificiales, estas zonas de pesca nunca les sean devueltas. Se podría argumentar que se está buscando proteger la biodiversidad pero, si este es el objetivo, ¿por qué se instaló una plataforma petrolera en primer lugar?, ¿es la pérdida de biodiversidad culpa de los pescadores artesanales? En la mayoría de casos, el impacto de esta actividad es insignificante al lado del de la pesca industrial o la contaminación por derrames de petróleo, que, esas sí, año a año agotan la vida de nuestros mares.
El debate de los arrecifes artificiales es un terreno turbio. La industria petrolera se ufana de que cuenta con numerosos estudios que sustentan los beneficios de estas estructuras marinas. Con ánimo se argumenta que estos son sitios en donde los peces pueden reproducirse y depositar sus huevos, incrementando así la cantidad de vida en el mar. Sin embargo, esto aún está en discusión, dado que no es claro si los arrecifes artificiales incrementan el número de peces en el mar, o simplemente concentran peces que de otra forma estarían dispersos –sin incrementar su número–. Dejando de lado la supuesta solidez de los argumentos de la industria petrolera, poco se discute el hecho de que estos estudios, que convenientemente responden a preguntas que embellecen la imagen de estos arrecifes, son financiados por la misma industria. Recientemente, otros estudios han comenzado a lavar el maquillaje verde con el que los arrecifes artificiales se adornaban. Hay indicios de que estos compiten con los arrecifes de coral que se dan naturalmente. Si esto no resulta lo suficientemente alarmante, se ha evidenciado un riesgo de filtraciones de químicos tóxicos debido a la corrosión de las estructuras. El argumento insignia de la industria fósil se pone en su contra: podrían estar atrayendo e incrementando la vida marina en un área contaminada. Teniendo en cuenta estos riesgos, y la incertidumbre sobre los impactos de estos arrecifes a largo plazo, el principio de precaución obliga a que se archive esta opción de desmantelamiento, que bien podría llamarse una falsa solución a la crisis múltiple.
A la hora de evadir sus responsabilidades y prolongar la vida útil de sus estructuras, la creatividad de la industria petrolera costa afuera abunda. Si los arrecifes artificiales no son una opción, las industrias pueden maquillarse de verde readaptando las plataformas y los pozos para convertirlos en sitios de captura de carbono. Esto lo logran aprovechando que ya cuentan con pozos vacíos en donde inyectar el carbono, mangueras que conectan a la plataforma con el pozo, y la tecnología para perforar nuevos pozos para inyección. Poco importa el latente riesgo de una catastrófica filtración, o que esto distraiga de la solución de fondo, aquella que las compañías niegan con vehemencia: dejar los hidrocarburos en el subsuelo desde un inicio.
Omitiendo otras formas de dejar las estructuras sumergidas, hay una opción que se tiene a la hora de desmantelar que las empresas suelen ignorar porque es la que más reduce sus preciadas ganancias. La remoción completa de la infraestructura es la opción de desmantelamiento más costosa porque implica hacerse responsable de toda la estructura hasta el final de su ciclo de vida. La idea detrás de esta opción es que las empresas, al finalizar sus operaciones, deben dejar el entorno tal y como lo encontraron.
Aunque la remoción completa aparenta ser la salida ambientalmente más justa, el debate es más complejo de lo que parece. Por un lado, una salida justa debería implicar la participación de las comunidades afectadas por el proyecto extractivo en la decisión de qué tipo de desmantelamiento se debe hacer, tras haberles garantizado el acceso a la información necesaria para tomar una decisión informada. Por otro lado, dependiendo de cómo se realice, este tipo de desmantelamiento podría perturbar el fondo marino y la vida marina que se ha adaptado a la infraestructura. A su vez, se podrían liberar químicos atrapados y se podría incrementar la sedimentación del fondo marino. Así, el desmantelamiento completo sólo será viable si se lleva a cabo de forma cuidadosa, minimizando los impactos que se puedan tener sobre el fondo marino y teniendo en cuenta la decisión de las comunidades sobre sus futuros modos de vida.
Ahora bien, aunque parezca obvio, es relevante tener presente quién debería cubrir los costos del desmantelamiento. Lo más justo –y, por lo demás, coherente– es que sean las empresas las llamadas a hacerse responsables de los costos de desmantelar. No obstante, la historia muestra que este no siempre ha sido el caso. De cara a la negligencia de las petroleras en el mar del Norte, el Reino Unido y Escocia se han visto obligados a subsidiar algunos desmantelamientos. En Nueva Zelanda, el gobierno tuvo que pagar cerca de medio millón de dólares por el desmantelamiento del campo petrolero Tui, después de que su operadora quebrara. Como estos, son numerosos los casos en los que los costos del desmantelamiento recaen sobre los Estados y, por medio de estos, sobre los ciudadanos que, además de verse afectados por los impactos ambientales de la industria de los hidrocarburos, también deben pagar por su irresponsabilidad.
Muchas de las plataformas de gas y petróleo que fueron construidas costa afuera en la segunda mitad del siglo pasado están llegando al final de su vida útil. Los países que comparten el mar del Norte fueron los primeros en tener que afrontar la complejidad de asumir el fin de la vida de estas titánicas estructuras submarinas. Recientemente, ha sido el golfo de México el que se ha visto afectado por el crepúsculo de los combustibles fósiles, convirtiéndose en un cementerio submarino de esta industria condenada. En Colombia, empresas agonizantes como Shell, Petrobras, y Andarko están poniendo sus ojos en la costa caribe, para así prolongar su vida con yacimientos cada vez más alejados, más profundos, y más extremos.
Frente a esta nueva fiebre del gas, poco se habla de lo que ocurrirá con estas plataformas una vez dejen de operar. Es necesario, ahora que muchas buscan comenzar sus operaciones, que las organizaciones comunitarias que se verán afectadas por estas plataformas, y la sociedad civil, exijan que se asuma, desde un inicio, un desmantelamiento justo de estas infraestructuras. Como ya se vio, no hay un único método, y cada opción tiene sus complejidades. Lo que sí es seguro, es que lo que está en juego no son sólo las ganancias de una empresa; la costa caribe se juega la vida de sus mares y el bienestar de sus comunidades.