Noticias y análisis

En guerra con la vida

Mar 18, 2020 | Noticias y análisis - Otros temas de trabajo

Autor: Yayo Herrero

Descontaminación de algodón en una hilandería en India.

El coronavirus ha reducido las emisiones globales de CO2 en 100 millones de toneladas, un 6% del total en ese período, y ha desencadenado una disminución considerable de los niveles de otros contaminantes atmosféricos, hasta un 36% en el caso del dióxido de nitrógeno.

«Cuanto de forma más veloz se destruyen y se ponen en riesgo las bases materiales que sostienen la vida, más sanas están las economías»

 

Los informaciones colaterales a la crisis del coronavirus arrojan cuestiones interesantes desde la perspectiva del ecologismo social y me animan a compartir con vosotros y vosotras algunas reflexiones.

Un informe de Carbon Brief destaca que las emisiones de CO2 de China se han reducido un 25% en las últimas dos semanas y el tráfico en la ciudad ha caído en torno a un 40% en Shanghái. Se debe, sobre todo, a la bajada de la demanda eléctrica, que ha  arrastrado a la baja el uso de carbón en centrales térmicas. Tanto las refinerías de petróleo como los fabricantes de acero presentan una significativa caída y el número de vuelos domésticos ha decrecido un 70%. 

El informe también desvela que el coronavirus ha reducido las emisiones globales de CO2 en 100 millones de toneladas, un 6% del total en ese período, y ha desencadenado una disminución considerable de los niveles de otros contaminantes atmosféricos, hasta un 36% en el caso del dióxido de nitrógeno.

Por supuesto, se trata de un proceso esporádico que desaparecerá en cuanto se resuelva  la emergencia sanitaria y se retome la actividad económica.

Si merece la pena detenerse un rato a pensar en esto, es porque nos enfrenta al dilema crucial de nuestra crisis civilizatoria: la economía convencional está en guerra con la vida. Cuando va bien, la vida corre peligro, cuando entra en crisis se recrudecen los procesos de desposesión pero es cuando tenemos que aprovechar para respirar. O dicho de otra manera, cuanto peor, mejor. Cuanto de forma más veloz se destruyen y se ponen en riesgo las bases materiales que sostienen la vida, más sanas están las economías.  

Javier Padilla en su libro ¿A quién estamos dejando morir? recuerda un hecho que sorprende por lo contraintuitivo: son las épocas expansivas más que las recesivas las que tienden a tener efectos nocivos sobre la salud. A mí me llamó la atención esta afirmación y busqué documentación al respecto. Así me encontré con un artículo de José A. Tapia en la revista Papeles en el que afirmaba que este fenómeno se ha comprobado en Estados Unidos, Japón, Alemania, España, Finlandia y los 28 países ricos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) tomados en conjunto, y también en países de menor nivel de ingreso como Argentina, México y Corea del Sur.

Esta situación también afecta con frecuencia a los derechos sociales y laborales en la era del neoliberalismo. La llamada recuperación económica, la reanimación de la economía después de la última gran crisis, ha ido acompañada de un proceso de fragilización del derecho del trabajo, de las dificultades de muchas personas para conseguir una vivienda digna o mantener la que tiene, la pobreza energética o, de nuevo, el endeudamiento. Para recuperar la economía, es preciso empobrecer a la gente y a sus territorios.

Tenemos un problema civilizatorio: el haber construido la organización material de las sociedades en contra de la naturaleza de la que formamos parte y en contra de los vínculos y las relaciones que sostienen la vida.

En un texto que me encanta, hace ya diez años, Fernando Cembranos decía:

“Si se mira la realidad, sin dejarse llevar por la valoración de la economía convencional, se observa que una enorme máquina (formada por autopistas, fábricas, urbanizaciones, parkings, excavadoras, antenas, pegotes de chapapote, grúas, monocultivos, vertederos, centrales térmicas y residuos radiactivos entre otros), crece y crece comiéndose la riqueza ecológica (base de la vida) que encuentra a su paso: la capacidad de realizar la fotosíntesis, los ríos limpios, las relaciones comunitarias, las variedades de semillas, los bosques autóctonos, las relaciones cara a cara, la biodiversidad, los juguetes autoconstruidos, los caminos de tierra, los animales de los que tuvimos noticia en nuestra infancia, las maneras poco costosas (energéticamente) de calentarnos y enfriarnos, las aguas subterráneas no contaminadas, la fertilidad del suelo, etc. El metabolismo de la sociedad tecno-industrial se alimenta de los elementos que generan la vida mientras y va dejando atrás residuos tóxicos, desiertos, suelos pobres y contaminados, riberas muertas, superficies cementadas, radiactividad, mentes homogéneas y un futuro incierto para la mayor parte de las personas y las especies de la Tierra.”

La racionalidad económica dominante camufla las pérdidas y destrozos de las bases materiales que sostienen la vida como desarrollo. La extracción y degradación de materiales finitos de la corteza terrestre, la apropiación y privatización de los bienes comunes y, por tanto, la desposesión y generación de escasez para la mayor parte de la gente, la emisión de residuos y la ruptura de los ciclos de materiales de la naturaleza, la pérdida de biodiversidad y la alteración de los ciclos naturales son la contrapartida del crecimiento económico en un planeta con límites.

La llamada recuperación económica ha ido acompañada de un proceso de fragilización del derecho del trabajo, de las dificultades para conseguir una vivienda digna o mantener la que tiene, de pobreza energética o de endeudamiento

Los intereses económicos crecen con frecuencia a costa del miedo y la inseguridad. El abordaje de las migraciones como una amenaza convierte a las personas migrantes en la materia prima de un negocio boyante de la seguridad de fronteras; la pobreza relacional y comunitaria y la crisis de cuidados ofrecen “oportunidades” y crea nuevos nichos de negocio ante los que determinados intereses se frotan las manos. Incluso para que el negocio de la estética del cuerpo crezca, la economía y el aparato publicitario nos tiene que convencer previamente de nuestra fealdad y de la obligación de que los cuerpos, como las mercancías, tengan que estar siempre nuevos y flamantes. 

La sacralidad del crecimiento económico, la concepción de la economía actual como la única posible se ha transformado en una verdadera religión civil. La mejora de los indicadores bursátiles, el crecimiento del PIB y sobre todo las cuentas de resultados de fondos de inversión y el reparto de dividendos exigen sacrificios. Merece la pena sacrificar todo con tal de que crezcan. Solo las ocasiones en las que la economía fracasa, los indicadores biofísicos mejoran. El problema es que se ha conseguido implantar en la cabeza de mucha gente que el interés de los dueños de las grandes compañías y fondos de inversión es lo mismo que el interés general.

Durante décadas, afrontar esta contradicción esencial ha sido el empeño de parte del movimiento ecologista y desde hace siglos la lucha central de pueblos originarios y sociedades que en las zonas que han sido históricamente utilizadas como minas y vertederos tratan de defenderse ante ella. 

De forma más reciente, una parte cada vez mayor de la comunidad científica está refrendando lo que las economías ecológica y feminista, que son dos visiones heterodoxas que se inscriben en la economía crítica, han venido señalando desde hace tiempo. 

Científicos del Instituto de Ciencia y Tecnología (ICTA-UAB) y de la Goldsmiths University of London han elaborado un estudio científico que examina las políticas de crecimiento verde que proponen los principales informes del Banco Mundial, la OCDE y el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente. Concluyen que, si bien algunos modelos muestran que se podrían conseguir en países con altos ingresos en condiciones altamente optimistas y poco realistas, incluso en esos lugares no podrían sostenerse a largo plazo,  sin hablar de que no todas las personas en esos países se beneficiarían de ellas. 

La conclusión de los investigadores es que las políticas de crecimiento verde carecen de respaldo empírico y califican los esfuerzos del Banco Mundial y la OCDE para promover el crecimiento verde como una apuesta por las falsas soluciones. Añaden que para lograr reducciones proporcionales al problema que afrontamos que permitan llegar rápido a umbrales seguros, serían necesarias estrategias de decrecimiento.

En las esferas económicas se ocultan y denostan estas conclusiones. Y no es nuevo. El  poder económico tiene conocimiento del cambio climático al menos desde los años 50 y la estrategia ha sido ocultarlo y negarlo, supeditando al mantenimiento de sus negocios el desahucio de gran parte de la humanidad y del resto del mundo vivo. Es la lógica del sacrificio. Cualquier cosa que ponga en riesgo los beneficios es silenciada o atacada. Lo cuentan de una forma bien documentada Naomi Oreskes en Mercaderes de la Duda.

La inacción es tal, que son los propios niños y niñas, las personas más jóvenes, las que se ven obligadas a proteger su propio futuro, las que miran cara a cara la realidad y salen a la calle a defenderse de sus propios padres y a exigir el derecho a poder vivir de un modo digno.

Necesitamos construir horizontes de deseo coherentes con las condiciones materiales que los posibiliten. Y si no lo hacemos bien afirmadas en la equidad y los derechos, lo harán otros montados en el caballo de la explotación, la desigualdad, el racismo y el repliegue misógino.

El relato distópico empieza a hacerse normal. Películas, obras de teatro, documentales, transmiten en directo las imágenes del ecocidio, del avance hacia sociedades más violentas e invivibles y del suicidio de la especie humana a cámara lenta. Creo que es preciso salir del encierro en los relatos distópicos, que empiezan a ser conservadores, para pensar, imaginar y soñar las utopías cotidianas y viables en el mundo real en el que vivimos. 

¿Cómo puede ser una vida buena en una sociedad postfosilista? ¿Cómo construir vidas seguras en medio de una emergencia climática irreversible? ¿Cómo hacerlas viables para todas las personas y no a costa de las más vulnerables? ¿Cómo introducir en ellas a los animales no humanos y al resto del mundo vivo?

¿Cómo comer, habitar, consumir, cuidar, divertirnos y relacionarnos de forma justa en un mundo en el que el decrecimiento de la esfera material de la economía no es una opción ética, sino simplemente un dato? ¿Cómo abordar este camino en sociedades en las que la precariedad no es una anomalía, sino más bien una situación estructural? ¿Cómo defender los espacios que vamos construyendo de la codicia, del ataque feroz de quienes lo sacrifican todo con tal de ganar dinero?

¿Cómo comer, habitar, consumir, cuidar, divertirnos y relacionarnos de forma justa en un mundo en el que el decrecimiento de la esfera material de la economía no es una opción ética, sino simplemente un dato?

El problema es material, pero sobre todo político y cultural. 

Además de importantes transformaciones estructurales, cuyas líneas están bien apuntadas y son conocidas (energías renovables, agroecología, diseño e industria verde, ordenación del territorio y urbanismo coherentes con la emergencia ecosocial, pensar el territorios desde el concepto de ecorregión, restauración de ecosistemas y protección de la biodiversidad, adaptación al cambio climático, tejido rural vivo y digno, etc.), se requieren cambios en los estilos de vida, en las dinámicas de consumo. La clave es aprender a vivir bien con menos materiales, energía, agua, bienes de la tierra y aprender a compartirlos. 

Necesitamos políticas de gestión de la demanda, de redistribución de la riqueza, de reorganización de los tiempos para que la corresponsabilidad en los cuidados y reproducción cotidiana de la vida sea una obligación. Necesitamos reformulaciones en los derechos y deberes de ciudadanía que sitúen la emergencia ecosocial y la vulnerabilidad de la vida como pilares sobre los que apoyarse. Necesitamos concebirnos como seres ecodependientes.

Pero sobre todo, necesitamos comprendernos como personas vulnerables, necesitadas de otras, desarrollar y reaprender la capacidad de hacer cosas en común. La deliberación, la búsqueda y mantenimientos de consensos, el abandono de la cultura del zasca y la política de la humillación, la multiplicación de liderazgos compartidos, la imaginación, el atreverse a poner en marcha iniciativas y proyectos aunque no tengamos permiso. Aprender a disfrutar y a vivir con alegría estos procesos es central para poder pensar y construir esas utopías cotidianas, y sobre todo para mantenerlas.

No es un trabajo solo de expertas, hacen falta todas las manos, todas las cabezas, todos los corazones. En el fondo es una cuestión de amor. Y antes de que me llamen moña o cursi, y me digan que me falta visión material, diré que personas diversas como Rosa Luxemburgo, Che Guevara, Nelson Mandela o Berta Cáceres apelaron al amor como motivación básica para seguir adelante y conseguir las transformaciones que anhelaban.

Por eso me despido invitándoos, invitándonos a ejercerlo de la forma más esforzada, apasionada y radical que podáis. Un abrazo fuerte.

Tomado de: CTXT

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