El uso del agua es una de las actividades que hemos hecho parte de nuestro acervo de manera casi natural. Solo cuando algo falla, se empiezan a poner de relieve los procesos de ensamblaje que hicieron posible ese uso: las condiciones técnicas, la organización política para la prestación del servicio, la construcción cultural de lo que significa para nosotros el agua, lo económico, entre otros.
Una falla así ocurrió en Casanare hacia 2014: la fuerte sequía puso nuevamente a pensar a las personas en la responsabilidad del petróleo. Las protestas, ya comunes, se exacerbaron.
En el caso del corregimiento de El Morro –al noroccidente del Casanare–, en 1976 el agua formó parte del proceso de conformación de la Junta. En un primer momento, a través de la construcción de los acueductos vecinales para las fincas, es la actividad que induce a hacer algo, y a través de la cual se conforma el grupo.
La construcción del acueducto se realiza con las posibilidades técnicas del entorno, la guadua, el machete y el mandato o trabajo colectivo. Luego sucede una especie de extrañamiento técnico y cultural: es necesario construir un acueducto con cemento, con un tanque de arenas que sugiera la potabilización. Fue entonces, en 1991, cuando se dio la construcción del acueducto con la ayuda de la Alcaldía Municipal.
El Morro forma parte de uno de tantos lugares concesionados para la explotación petrolera, y fue en su momento uno de los mayores descubrimientos de petróleo y gas de los años noventa con el campo Floreña, del contrato de asociación Piedemonte.
La petrolera llegó al corregimiento con el dinero como elemento articulador entre diferentes lugares: en 1991 delegó a sus directivos 10 millones de dólares para adelantar el proyecto, según reposa en los archivos de la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA). Para ese momento ya eran comunes las protestas campesinas en la zona por mejores condiciones de vida, lo cual indica que había conflictos previos a la llegada de la compañía y que la respuesta del Gobierno no llegaba fácilmente (Vega y Loingsigh, 2010[1]).
Los documentos presentados por la compañía para la aprobación de proyectos posteriores en la zona denotan el uso de una escala territorial plana, en papeles, extensa y con un lenguaje técnico y no vivencial, con una economía intensiva en el uso del agua que utiliza en todas sus fases de producción (Castro, 2016[2]). La llegada de la compañía petrolera enfrenta no solo la disputa en lo material por un recurso –en este caso el petróleo y con él el control del agua–, sino también dos racionalidades (Leff, 2004[3]), pues también se ponen en juego las representaciones simbólicas del territorio, de la naturaleza y del agua.
Sin embargo esta disputa no se torna ni como una imposición absoluta por parte de las compañías, ni como una resistencia total por parte de los grupos locales. Suceden eventos y procesos, y uno que emerge con fuerza es el cambio en las condiciones de trabajo, que hace mella en la racionalidad práctica y en la proyección simbólica del territorio que hacen las personas y los grupos, reconfigurando así sus identidades locales (Ulloa, 2014[4]).
En 15 años llegaron al corregimiento, o se crearon, más de 100 contratistas para abastecer de servicios a la compañía. Los “sociales” de la compañía solicitan certificados de residencia en el corregimiento para su contratación.Así que además de la densificación demográfica del corregimiento, la Junta pasa de tener 20 afiliados en 1990 a más de 200 en 2004 y más de 800 en 2016. Los “sociales” se convierten en intermediarios de los conflictos laborales, incluso dentro de la Junta, a la que también la compañía le aporta dinero para su fondo comunitario. Esta ya no es un grupo, sino que está conformada por varios grupos, con proyectos en disputa.
Así, la “política” y las “políticas del agua” se transforman rápidamente. Del intento de legalización del acueducto construido en 1991 y la desconfianza del campesinado ante Corporinoquia por los excesivos cobros de uso del agua, que consideran injustos a la luz del agua concesionada a la petrolera, se pasa a la gestión de otro acueducto, moderno y que dé abasto al ya densamente poblado corregimiento.
El nuevo acueducto se construye en 2012 como parte de un programa de la Alcaldía, aunque afronta en tiempos de verano la sequía de sus afluentes. Además el acueducto forma parte ahora de una disputa menor dentro de la Junta: a un grupo no le interesa, mientras que otro grupo promueve la creación de una empresa comunitaria, con los servicios de agua y televisión. Este grupo pierde las elecciones de la Junta, y el acueducto queda a la deriva.
Por último, con el acueducto en incertidumbre jurídica, el agua como referente simbólico pasa a formar parte de la disputa pública entre la Junta de Acción Comunal y la compañía por la mediación en torno al cuidado ambiental.
La compañía petrolera lidera, junto con ONG aliadas, programas de cuidado ambiental que ganan premios en el mundo. La Junta reclama la compensación ambiental y la reforestación de cuencas, sumado a exigencias laborales, de inversión social, de derechos humanos y de bienes y servicios que configuran un ambientalismo que podría denominarse popular (Tarazona Pedraza, 2010[6]), pues implica reivindicaciones más amplias en términos de justicia ambiental (Mesa Cuadros, 2011[6]).[7] La controversia por el agua se abre nuevamente en medio de la sequía.
Referencias
[1] Vega, M., & Loingsigh, G. (2010). Por dentro e soga. Una mirada social al boom petrolero y al fenómeno transnacional en Casanare. Bogotá D.C.: Ediciones Desde Abajo, Cospacc.
[2] Castro, J. E. (2016). Agua e Democracia na América Latina. Campina Grande: Editora da Universidade Estadual da Paraíba.
[3] Leff, E. (2004). Racionalidad ambiental. La reapropiación social de la naturaleza. México: Siglo XXI.
[4] Ulloa, A. (2014). Escenarios de creación, extracción, apropiación y globalización de las naturalezas: emergencias de desigualdades socio ambientales. En B. Gobel, M. Góngora Mera, & A. Ulloa, Desigualdades socioambientales en América Latina (págs. 139-168). Bogotá: Facultad de Ciencias Humanas. Universidad Nacional de Colombia.
[5] Tarazona Pedraza, A. E. (2010). Lo cultural y lo político en el movimiento ambientalista colombiano a partir de 1990. . Bogotá: Universidad Nacional de Colombia. Tesis de maestría.
[6] Mesa Cuadros, G. (2011). Elementos para una teoría de la justicia ambiental. En G. Mesa Cuadros, Elementos para una teoría de la Justicia Ambiental y el Estado Ambiental de Derecho (págs. 25-62). Bogotá D.C.: Universidad Nacional de Colombia.
[7] Escapó al análisis el estudio de la violencia en este conflicto, que merece otro capítulo aparte y para el cual sugiero consultar a Vega y Loingsigh (2010) y el informe de González, Moore Torres y Hernández (2019), además de la tesis que lo aborda tangencialmente.
Fuente: UN Periódico Digital