Por: Diana Vivas (Estrategia de Incidencia), Linda González y Johana Peña (Área de Selvas y Biodiversidad), Lyda Forero Torres (Estrategia de Investigación) y Tatiana Rodríguez (Coordinación general de Censat Agua Viva)
En un mundo donde las agendas de las cumbres internacionales han sido dominadas por intereses corporativos y narrativas ambiguas, la región de América Latina y el Caribe se ha constituido como un escenario de disputa de dichas dinámicas de poder. Con la COP30 de clima y la COP16 de biodiversidad, se abre la posibilidad de marcar un ciclo regional crucial, donde surgen preguntas fundamentales: ¿pueden los gobiernos de la región transformar las narrativas de transición energética y paz con la naturaleza en políticas públicas transformadoras?, ¿qué tan lejos pueden llegar las organizaciones sociales y los movimientos populares en su lucha por una participación auténtica, mientras enfrentan el peso del lobby corporativo y el legado de extracción?
Lo ambiental es político
La XVI Conferencia de las Partes (COP por su sigla en inglés) de la Convención de Naciones Unidas sobre Diversidad Biológica (CBD) se realizó en Cali entre el 21 de octubre y el 2 de noviembre de 2024. Gracias a ello, por primera vez en muchos años, la cuestión ambiental estuvo en el centro de la agenda pública nacional, visibilizando un aspecto que atrae poco interés: la geopolítica de las respuestas a la crisis ambiental.
Vale la pena recordar que este no es un tema nuevo en el escenario internacional. Desde la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Humano, realizada en Estocolmo en 1972, y la Conferencia de Naciones Unidas sobre Ambiente y Desarrollo, conocida como la Cumbre de la Tierra, que tuvo lugar en Río de Janeiro en 1992, el reconocimiento internacional sobre la necesidad de actuar frente a la crisis ambiental es parte de la agenda de los jefes de Estado, lo que constituye un indicativo de la relevancia otorgada al debate.
En el contexto del fin de la Guerra Fría, en lo que se calificó como “el fin de la historia”, la Cumbre de la Tierra marcaba el inicio de un período en el que la dimensión ambiental se incorporaba al debate geopolítico internacional y a un modelo económico que ahora se consideraba único. Uno de los resultados de la Cumbre de Río, fue la creación de tres convenciones para discutir la acción de los gobiernos frente a los problemas ambientales que se reconocían como fundamentales: Cambio Climático (Convención Marco de las Naciones Unidas para el Cambio Climático – Cmnucc), Diversidad Biológica (Convenio sobre la Diversidad Biológica o “CBD” por sus siglas en inglés) y Desertificación (Convención de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación – CLD).
Cada una de esas convenciones ha desarrollado sus propios mecanismos y procesos, que incluyen Conferencias periódicas de las Partes. La realizada en Cali fue la número 16 de las reuniones de las partes firmantes del CBD. Actualmente, se realiza en Bakú (Azerbaiyán) la COP29 de la Cmnucc (entre el 11 y el 22 de noviembre de 2024). Y en diciembre se celebrará la COP16 de la CLD en Arabia Saudita. La frecuencia y la cantidad de COP de clima es un reflejo del mayor dinamismo de la agenda sobre cambio climático, que se reúne anualmente.
Cabe resaltar que desde 1992 la voz de los líderes de América Latina ha marcado un punto de inflexión en el debate sobre estos temas. Es famoso el discurso del entonces presidente de Cuba Fidel Castro ante el plenario de la Cumbre, en el que resaltó la urgencia de actuar con políticas de redistribución que hicieran frente a las sociedades de consumo, originadas en el colonialismo, así como la necesidad de reconocer la responsabilidad de los países del Norte. En diferentes momentos de la historia, representantes de gobiernos de América Latina y el Caribe, así como del sur global, han disputado la perspectiva sobre las relaciones de poder en torno a las crisis climática y ecológica, exigiendo que los países del norte asuman sus responsabilidades y reconozcan su deuda histórica en la generación de la crisis a la que nos enfrentamos.
En la actualidad, las voces que están denunciando la inacción de los gobiernos del norte son las de los presidentes de Brasil y Colombia, Luis Inacio Lula da Silva y Gustavo Petro, respectivamente. Esa disputa desde la región se expresa no sólo en los discursos que plantean narrativas diferentes, resaltando otras dimensiones de la crisis y cuestionando las soluciones superficiales, sino también en una apuesta de los dos gobiernos por ser sede de las respectivas Conferencias de Diversidad Biológica y Cambio Climático en 2024 y 2025 (la COP30 tendrá lugar en la amazonía brasileña). Ser anfitriones de las COP les otorga la presidencia de las mismas, con la posibilidad de liderar las discusiones, la responsabilidad de encontrar salidas cuando no hay acuerdos, y les permite plantear dinámicas diferentes para la participación de la sociedad civil.
Es quizás en este último punto donde la COP16 del CBD marcó una pauta diferente: destinó escenarios de participación para la sociedad civil, y publicitó un discurso en el ámbito nacional, que generó un mayor involucramiento del público en general con los temas ambientales. El giro es notorio, dado que la tendencia de las últimas COP de cambio climático ha sido la contraria como se mostró en la COP29, donde hay una fuerte contención de la movilización, y hasta restricción de participación a organizaciones ambientalistas y sociales de la región del Cáucaso, incluso en los espacios destinados para la sociedad civil.
Sin embargo, si bien la creación de la zona verde en la COP16 del CBD llamó la atención por su componente cultural y su apertura a la sociedad en general, lejos de promover y ampliar las instancias de participación real, con espacio para la incidencia de las organizaciones sociales en las decisiones respecto a temas que les atraviesan, reprodujo los escenarios que se han implementado en las COP de la Cmnucc y que han sido criticados por la limitada participación de las organizaciones sociales en los procesos de negociación, opuesta a un amplio espacio para la presentación de propuestas corporativas basadas en las que se han denominado como falsas soluciones. Como han denunciado algunas organizaciones internacionales, la captura corporativa de las industrias de combustibles fósiles, agrícolas y agroquímicas en la COP de biodiversidad y COP de cambio climático es cada vez más evidente. En Cali eso no fue diferente, donde las organizaciones que han acompañado este tipo de espacios por muchos años, como Amigos de la Tierra Internacional, Indigenous Environmental Network o la Global Forest Coalition, calificaron esta como la COP de biodiversidad con mayor participación corporativa en la que han estado, tanto en los espacios de negociación como en aquellos destinados para la sociedad civil.
Este no es el único aspecto en el que las negociaciones del CBD reproducen dinámicas y propuestas perjudiciales de la Cmnucc. Pese a la necesidad de definir políticas públicas que respondan a las causas estructurales de la crisis ambiental (que están dadas por el modo de producción, distribución y consumo basado en la explotación de la vida y el trabajo a partir de la extracción minero energética y agroindustrial y en la desigual distribución de las riquezas), las acciones que se impulsan desde las diferentes instancias de negociación internacional son una extensión de ese mismo sistema, a través de falsas soluciones.
Por el contrario, mientras que se impulsan negocios en lugar de medidas para atender la crisis, los aspectos más cruciales siguen siendo aplazados sin llegar a definiciones específicas. Tal vez el principal de esos temas es el de financiamiento, pues más allá de los discursos que abogan por la protección de la naturaleza, no hay claridad sobre la disponibilidad y uso de los recursos económicos para avanzar con las medidas concretas necesarias para hacer frente a la crisis ambiental. En la Cmnucc se ha discutido sobre el fondo de pérdidas y daños, que debería garantizar recursos para que los países más afectados por la crisis climática puedan responder a esos impactos. El último día (y a la última hora) de la COP de biodiversidad se retomó uno de los puntos más complejos de la agenda, siendo el establecimiento de un mecanismo de financiamiento para la implementación y monitoreo de las 23 metas del Marco Global Kuming-Montreal. Esta propuesta no fue aprobada y es parte de la agenda para las próximas negociaciones, en un contexto de tensión donde los gobiernos del Norte Global no asumen el compromiso de entregar dichos recursos. A pesar de ser creado el Fondo de Cali, proyectado para recoger las contribuciones voluntarias de empresas que se benefician del uso de los recursos genéticos, no fue establecida con claridad una ruta para dicha recaudación, ni para el uso de ese recurso.
Resulta entonces importante darle proporción a lo alcanzado en la COP16, puesto que lo que se presenta como el principal logro, que no estuvo enfocado en los aspectos centrales de la discusión global urgente, es la aprobación del plan de trabajo del artículo 8j del CDB, así como la creación del órgano subsidiario para pueblos indígenas y comunidades locales, que no solo ya estaba establecido en el mismo apartado del Convenio como un grupo de trabajo, sino que además no ha sido precisamente una concesión de las partes ni un fruto silvestre de las negociaciones, sino el resultado de la fuerte insistencia, juicioso seguimiento y movilización de organizaciones, en particular indígenas.
Adicionalmente a que estos asuntos no eran parte de los debates más centrales, la creación de este nuevo órgano (que se suma a los dos ya existentes par asistir a los gobiernos con información científica y con análisis de la implementación) puede considerarse como un avance incipiente porque no hay claridad sobre su función y sobre cómo incorporará las visiones, propuestas y demandas de los pueblos indígenas, así como de otras comunidades que han demandado un reconocimiento formal de su identidad y prácticas culturales en el marco del CBD, como los pueblos afrodescendientes.
Comprar el aire…comprarlo todo
Retornando, pues, al aspecto central del financiamiento, tanto en el CBD como en la Cmnucc, los países del norte global han planteado la necesidad de contar con inversiones privadas. El problema de fondo está en el carácter de esa financiación privada: ¿es un pago de impuestos que serían dirigidos a fondos públicos, cuyo uso se decida democráticamente, o se trataría de inversiones direccionadas que se espera generen ganancias y permitan a las empresas mantener las actividades extractivas que han llevado a la crisis? O, peor aún, ¿son mecanismos para aumentar la deuda externa de países del sur global? Desafortunadamente, a lo que apuntan las negociaciones es precisamente a profundizar el endeudamiento de los países del sur, con la excusa de apoyar transferencia de tecnología o para aportar a los procesos de mitigación y adaptación.
Además de esto, hay aspectos muy técnicos en las negociaciones que en realidad también expresan relaciones de poder y tienen implicaciones políticas profundas, como los asuntos de monitoreo, reporte y verificación, pues muchas veces los países no cuentan con los instrumentos necesarios para realizarlo y, por tanto, estos mecanismos se convierten en instrumentos de control y presión, dado que constituyen la base para evaluar los avances en el cumplimiento de compromisos, así como los impactos de la variación de la temperatura, o de los efectos sobre los ecosistemas. Si un país no cuenta con las tecnologías necesarias para hacer ese monitoreo y reportar los avances, entonces debe endeudarse para conseguirlas. Además, en muchos casos, esas tecnologías están diseñadas para patrones diferentes a los de los países del sur global.
La Cmnucc fue pionera en el diseño de instrumentos para la privatización, mercantilización y financiarización de la naturaleza. A partir de la implementación de mecanismos de flexibilización frente a los compromisos del Protocolo de Kyoto, se diseñaron alternativas que permitieran a los países “comprar” las emisiones de carbono que no lograban reducir, ya fuera a otros países que no alcanzaban su límite, o en países del sur global con proyectos que, se suponía, reducían las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI). Lo que está de fondo en este proceso fue la creación de una nueva mercancía: las emisiones de GEI.
Como se presentó en un informe publicado recientemente por Censat Agua Viva, los mercados de carbono no sólo no han contribuido a hacer frente a la crisis climática, sino que han ocasionado impactos socioambientales en los territorios en los cuales se implementan los proyectos de compensaciones, mientras generan inmensas ganancias a las empresas transnacionales que se benefician de la mercantilización y privatización de la naturaleza. A pesar de ello, en la COP29 de cambio climático el mercado de carbono ha sido protagonista, incorporado en la narrativa de este espacio como principal mecanismo de mitigación, ¡e inclusive como mecanismo de transferencia de recursos económicos del norte al sur global!
Esta forma de privatización de la naturaleza se ha expandido desde la idea del carbono como mercancía, al concepto de que los diferentes procesos naturales, sus relaciones y sus características pueden ser mercantilizadas. Con ello, se busca apropiarse de bienes naturales, delimitarlos, ponerles precio y, por lo tanto, justificar su destrucción o contaminación, pues éstos pueden ser intercambiados por otros procesos naturales en otros lugares del mundo. Frente a esto, surgen preguntas como ¿quién puede reclamar la propiedad de un proceso natural?, ¿quién puede venderla?, ¿cuál sería el precio adecuado?, ¿en qué se deberían usar esos recursos? El pago por servicios ambientales es una de las formas que toma esta mercantilización y financiarización y ha sido implementado a partir del CBD, con impactos negativos sobre los territorios y los ecosistemas en diferentes lugares del mundo. En esta COP16, además, volvió a tomar fuerza la propuesta del Fondo Monetario Internacional de utilizar a las ballenas como mecanismos de compensación y transar sus “funciones ecológicas” en los mercados de carbono.
¿Y la justicia?
Otro de los temas que ha tomado mucha importancia en los últimos años en las negociaciones sobre cambio climático es la transición energética justa, cuya inclusión en el preámbulo del Acuerdo de París abrió las puertas a un debate sobre la necesidad de comprender la justicia como parte esencial de la transición. Al mismo tiempo, al estar incluida sólo en el preámbulo, tiene básicamente un carácter discursivo que ha permitido un sinnúmero de interpretaciones y versiones de la transición, que van desde la construcción conjunta entre organizaciones sociales y sindicales, hasta las versiones corporativas de las empresas de combustibles fósiles que pretenden continuar con los procesos de extracción, explotación y generación de ganancias, ahora con un maquillaje de transición justa. Actualmente, este es uno de los temas en discusión en la COP29, donde se está acordando la implementación de la Hoja de ruta sobre transición justa. Cabe decir que esta COP, al igual que la anterior, se está desarrollando en un país exportador de gas y petróleo, que además criminaliza la movilización y la libertad de expresión, lo que ha planteado cuestionamientos a los verdaderos avances en la reducción del uso de combustibles fósiles, y al papel que organizaciones y movimientos deberían tener en la discusión sobre la justicia en la transición.
Con respecto a la transición, otra de las aristas que ha empezado a tomar más visibilidad en las últimas ediciones de las COP es la política industrial, que ha sido calificada de verde por la UE. Ante la necesidad de cambiar la matriz energética, surgen preguntas sobre cómo debe ser la industria en este nuevo contexto. Para países como Colombia, esta pregunta parte de una industria que incorpora poco valor agregado y que reproduce las formas de producción contaminantes y basadas en el extractivismo. Cuando es necesario replantear las formas de producción y consumo, la discusión sobre la transición energética también exige cuestionar cuáles son las formas de producción que garantizarían la satisfacción de las necesidades básicas de la población, manteniendo una relación armónica con la naturaleza.
El liderazgo de América Latina
Las COP de la Cmnucc tienen diferentes ciclos, en los que algunos momentos marcan puntos de inflexión en la negociación, en los compromisos que se espera asumir, así como en la revisión de los cumplimientos y avances. La COP21 fue uno de esos momentos, que dio como resultado el Acuerdo de París. La COP30 será un hito en las negociaciones sobre el tema y se realizará en nuestra región, un año después de la COP16 del CBD, marcando un ciclo regional, con pautas para la negociación y la participación de las organizaciones de la sociedad civil.
Los Gobiernos de Brasil y Colombia han planteado abiertamente la urgencia de cambiar el curso de las negociaciones hacia definiciones que pongan en el centro la transición energética justa en la Cmnucc y la paz con la naturaleza en el CBD. Más allá de las consignas, el desafío de estos Gobiernos está en la traducción de estas narrativas en políticas públicas que prioricen la construcción de una relación entre la humanidad y la vida no humana desde la dignificación de la vida misma. Esto es opuesto a las falsas soluciones, que están siendo promovidas por las empresas transnacionales y que profundizan visiones extractivistas que ponen la ganancia en el centro.
La apuesta que ha hecho el Gobierno de Colombia, y que promete el de Brasil, sobre la participación de la sociedad civil en estos espacios globales, hace un contra peso a las últimas sedes de las COP, realizadas en países con denuncias internacionales por represión a la organización social y que han criminalizado los espacios de denuncia, protesta y movilización. El desafío de estos gobiernos es, de nuevo, ir más allá de los discursos e implementar mecanismos que garanticen las condiciones para una participación real de las organizaciones y movimientos sociales, incluyendo sus posicionamientos en las negociaciones. Al mismo tiempo, es urgente poner un límite a la influencia del lobby corporativo que ha avanzado en la promoción de falsas soluciones, así como garantizar una real escucha y apertura por parte de los negociadores y representantes de países que tienen en sus manos la definición de directrices para las urgentes transformaciones que demanda la vida.
Disputar la democracia es hoy un imperativo. Ante los discursos multiactor, que intentan ampliar la incidencia de los actores privados en las instancias multilaterales, es urgente reivindicar los espacios construidos y ampliar el alcance de los mecanismos de participación, tanto en los ámbitos nacional como internacional, exigiendo el ejercicio de la democracia construida y propuesta por los pueblos.
En ese sentido, desde las organizaciones y movimientos de América Latina y el Caribe apostamos por la integración regional como una respuesta construida conjuntamente, que pone en el centro la sustentabilidad de la vida. Las soluciones reales de los pueblos se basan en la democracia, la ciudadanía regional, el trabajo y derechos para todas las personas, la transición justa y la soberanía energética, la soberanía alimentaria y la justicia ambiental.