
El gas fósil (“natural”) para uso domiciliario en Colombia ha sido promovido a través de políticas públicas de masificación del servicio desde hace casi cuatro décadas. En 1986, con el lanzamiento del programa “Gas para el cambio”, se impulsó la expansión del consumo de gas en las ciudades, la interconexión nacional y el desarrollo de nuevos hallazgos. Esto no sólo consolidó su uso, sino que lo convirtió en una opción prácticamente imprescindible para la gente.
Más que la elección de una alternativa más en el mercado, su incorporación respondió a una decisión política orientada a implantar un modelo específico de uso y consumo de energía, lo que a su vez generó endeudamientos y una redestinación de los presupuestos familiares, atados a cambios culturales y aspiracionales promovidos como parte del desarrollo urbano y la modernización del país.
A mediados de la década de 2000, en Colombia se promovió también el uso de vehículos a gas natural vehicular (GNV) como una estrategia para reducir costos operativos y mejorar la calidad del aire en las ciudades; posteriormente leyes como la Ley 2128 del 2021 establecieron medidas encaminadas a la utilización y promoción del gas combustible en Colombia. Esta iniciativa incluyó incentivos como exenciones en medidas de restricción vehicular conocidas localmente como «pico y placa», para los vehículos que utilizaran este combustible. La adopción de vehículos a gas se justificó por su menor costo de operación y su capacidad para disminuir las emisiones de material particulado, contribuyendo así a mitigar los problemas de contaminación del aire en áreas urbanas.
Al mismo tiempo, se estigmatizó el uso de leña para la cocción de alimentos por efectos nocivos en la salud, desconociendo formas de combustión en estufas eficientes; o se invisibilizaron alternativas como calentadores solares de agua, que ayudarían a cubrir la demanda energética de los hogares, mientras que las calles y casas se adecuaron para recibir las modernas tuberías que hicieron llegar el gas hasta las cocinas y baños. Quien no contara con gas “natural” en su hogar quedaba rezagado en el tiempo, asociando su ausencia con la carencia económica, con lo “primitivo” si continuaba usando leña, con la condena de depender de la “peligrosa” pipeta de gas, o con los altos costos del uso de la energía eléctrica.
Adicionalmente, se promovió la idea de que contar con este servicio en los territorios era sinónimo de bienestar y calidad de vida. De esta manera, la expansión del gas domiciliario no sólo se justificó como una necesidad técnica, sino como un símbolo de progreso, relegando otras opciones energéticas y deslegitimando prácticas tradicionales que habían garantizado históricamente el acceso a la energía en los hogares.
Más recientemente, a propósito de los debates y disputas sobre la salida de los combustibles fósiles, hay sectores que han presentado al gas como un energético de transición, argumentando que es más limpio, y genera menos emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) en comparación con otros combustibles. Este último es un relato que los gremios intentan posicionar contra múltiples evidencias científicas.
¿Es el gas el más limpio de los combustibles fósiles?
Aunque para sus vendedores es muy rentable esa idea, pasan por alto que gran parte del gas fósil es metano (CH₄), responsable en buena medida del calentamiento global, al contribuir en más del 25 % al aumento de la temperatura del planeta desde la revolución industrial. El Pnuma destaca el impacto del gas en el clima, ya que tiene un potencial de calentamiento 80 veces mayor que el del dióxido de carbono (CO₂) en un período de 20 años. Además, es uno de los principales causantes del incremento del ozono troposférico, un contaminante atmosférico con efectos nocivos para la salud y los ecosistemas.
Un estudio reciente, liderado por el consorcio Global Methane Hubs en colaboración con universidades y organizaciones ambientales, evidencia alarmantes niveles de emisiones de metano (CH₄) y dióxido de carbono (CO₂) generadas por el uso de gas fósil en cocinas residenciales.
Para el caso de Bogotá, las mediciones iniciales indican que estas emisiones son seis veces mayores que las reportadas en los inventarios oficiales. Además, las condiciones geográficas y la altitud pueden favorecer la acumulación de estos gases, lo que aumenta los riesgos para la salud pública y agrava los efectos de la crisis climática. Este impacto es aún mayor para las mujeres, dado que son quienes, en su mayoría, asumen las labores domésticas, incluida la cocina, por lo que están más expuestas a la contaminación del aire en los hogares.
¿Se quedará la población sin con qué cocinar?
En lugar de reconocer esa afectación tan específica, la narrativa promovida por los gremios y los medios de comunicación hegemónicos o con más audiencia, alarma sobre las consecuencias de la supuesta falta de oferta de gas para uso doméstico, con frases como, «EPM confirma que facturas subirán entre 20% y 22% para hogares, industrias y comercio” y «Colombia enfrenta un posible desabastecimiento de gas natural a partir de 2027″, sólo por mencionar algunos. Dan por hecho que el domiciliario es el uso mayoritario del gas en el consumo de este energético, lo cual es desmentido por las cifras del mismo sector: según Naturgas, en el 2016 sólo el 16 % del gas se destinó al uso residencial, mientras que el 70 % fue consumido por los sectores petrolero, termoeléctrico e industrial.

Los fantasmas del desabastecimiento y el aumento de tarifas
En los últimos meses hemos sido testigos de cómo se expande una voz de alarma ante un supuesto desabastecimiento de gas. Esto llevó a que, a finales de 2024, las empresas distribuidoras comenzaran a importarlo, bajo el argumento de que era indispensable para suplir la demanda residencial, comercial e industrial. Con esa misma idea, defendieron las alzas en las tarifas para los usuarios, lo que llevó al Ministerio de Minas y Energía a abrir una investigación contra Vanti, la principal distribuidora de gas del país, por presunta especulación con los precios.
Esas acciones del Ministerio de Minas y Energía y la Superintendencia de Servicios Públicos Domiciliarios (SSPD), se basan en que el incremento en las tarifas no responde a una escasez real, sino a un manejo especulativo del mercado. Tanto el Ministerio como la SSPD han enfatizado que la importación de gas fue presentada como una medida inevitable, cuando en realidad existen reservas suficientes para abastecer la demanda interna a mediano plazo. Además, han advertido que el alza en las tarifas no está justificada en términos de costos reales, sino en una estrategia que busca generar percepción de crisis para favorecer la continuidad de la exploración y explotación de hidrocarburos en el país.Por su lado, Vanti argumenta que hay escasez de producción local y, por tanto, un incremento en el precio de la molécula de gas, y una necesidad de importación y de transporte desde la costa Caribe al interior del país, con un consecuente aumento de las tarifas. Al contrario, el Ministerio de Minas y Energía señala que Vanti está importando gas de otros países sin necesidad, pues Ecopetrol informó que tiene suficiente gas disponible para cubrir la demanda de este año. Por eso la Cartera afirma que el mercado favorece la especulación, el aumento de precios y la reventa de gas.
¿Realmente estamos en una crisis de abastecimiento o hay otros factores en juego?
Haya desabastecimiento o no, las narrativas sobre la escasez de gas se han utilizado políticamente para impulsar proyectos gasíferos, en especial costa afuera. Este fue el caso, por ejemplo, durante agosto y septiembre de 2024, cuando se suspendieron las operaciones en el pozo Uchuva – 2, hoy Sirius, el mayor descubrimiento de gas en la historia de Colombia, y Komodo – 1. Inmediatamente, medios de comunicación tradicionales generaron una agresiva ola de presión, creando un ambiente de alarma bajo el argumento de que la seguridad energética del país estaba en riesgo. Pocas semanas después se levantó la suspensión a las operaciones en ambos pozos. De paso, se insistió en la aparente necesidad de ofertar nuevos contratos de exploración y explotación de petróleo, algo a lo que acertadamente el Gobierno actual se ha opuesto con firmeza, teniendo en cuenta la necesidad de una disminución planeada de la dependencia fósil en Colombia y la apuesta por la transición energética justa, en el marco de la crisis climática actual.
Los intereses económicos detrás del discurso que promueve la extracción de gas para garantizar la seguridad energética salen a relucir cuando se examina la situación con detenimiento. Por un lado, incluso si estos proyectos iniciaran su construcción de inmediato, el gas estaría disponible a finales de la presente década —en el mejor de los casos— y, por lo tanto, no resolverían la aparente crisis actual de abastecimiento.
Por otro lado, la avalancha de proyectos de gas costa afuera que se impulsan desde hace años busca extraer cantidades de gas que desbordan las necesidades del país —o de múltiples países—. Se podría afirmar entonces que, más que salvarnos de una crisis, lo que algunos sectores han buscado es seguir impulsando el negocio de los combustibles fósiles en un contexto donde la crisis climática cada vez se profundiza más, afectando en mayor medida a las poblaciones históricamente marginalizadas. Debemos considerar también que la expansión de la frontera extractiva gasífera en el mar Caribe agrava la crisis climática en un contexto donde los océanos enfrentan aumentos de temperatura sin precedentes. La extracción de gas en aguas profundas intensifica la liberación de metano, la acidificación del agua y el ruido submarino, afectando los ecosistemas altamente sensibles. Además, la alteración de la Circulación Meridional de Vuelco del Atlántico (AMOC) pone en riesgo el equilibrio climático global, incrementando los impactos en comunidades costeras y en la biodiversidad.
Estos proyectos también afectan directamente a comunidades pescadoras e indígenas, como las de Taganga, para quienes el mar es un espacio sagrado, de esparcimiento, además de fuente de subsistencia. La exploración en bloques como el actual Sirius 2 –que se propone como garantía de la seguridad y soberanía energética del país–, amenaza la pesca tradicional por el desplazamiento de especies y deterioro de los caladeros ancestrales, además de afectar la soberanía alimentaria y el equilibrio ecológico del territorio.
Ante esta situación, han surgido demandas en defensa de la participación efectiva, como lo evidencia el fallo de tutela del Juzgado Cuarto Laboral del Circuito de Santa Marta. A pesar de que la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA) sostiene que garantizó la participación ciudadana, la comunidad denuncia la ausencia de una consulta previa efectiva, lo que ignora el conocimiento ecológico y espiritual que protege la relación entre el mar y la Sierra Nevada.
Intereses corporativos y modelo de extracción minero energética
El modelo extractivo minero-energético en Colombia sigue respondiendo a los intereses corporativos de la industria fósil, manteniendo la dependencia fiscal y la capacidad de exportación del país dependen de un recurso no abundante ni sustentable a largo plazo. En lugar de prepararse para una transición estructural, el sector insiste en expandir la frontera extractiva, promoviendo una narrativa de escasez que busca justificar la exploración y explotación de nuevos yacimientos. Sin embargo, esta estrategia ignora que la crisis climática, de la cual estas mismas empresas son responsables, exige reducir la dependencia de los combustibles fósiles en lugar de profundizarla.
Mientras instituciones financieras globales como el Banco Mundial y el Banco Europeo de Inversiones hablan de la eliminación gradual de los subsidios a los combustibles fósiles, y de desincentivar la inversión en combustibles fósiles, y subrayan la urgencia de cumplir con el Acuerdo de París de 2015, en Colombia el sector minero-energético insiste en seguir ampliando la extracción de gas. Bajo el argumento de las bajas emisiones de GEI que producimos con respecto a los países industrializados, del interés público y la seguridad energética, se impulsan proyectos que generan graves conflictos socioambientales, desplazando comunidades y alterando ecosistemas.
La pregunta fundamental es: ¿energía para qué y para quién? Mientras el mundo avanza hacia una transformación energética, en el país se sigue priorizando un modelo extractivista que, no sólo pone en riesgo la vida humana y no humana, sino que también perpetúa la dependencia de un recurso en declive con los costos ambientales, económicos y sociales que genera.
La transición ¿hacia dónde y cómo?
Tal y como lo señalamos en el editorial “Narrativas mediáticas y la falsa urgencia de expandir la frontera extractiva ante la escasez de gas y petróleo”, el gas no es un energético de transición, sino una estrategia para prolongar un modelo extractivista que profundiza la crisis climática. En este contexto, el desafío no radica en expandir la frontera extractiva, sino en construir un modelo energético que garantice el derecho a la energía sin comprometer la vida en los territorios ni el cuidado de los bienes comunes.
Es urgente replantear los usos de la energía y promover un modelo basado en un menor consumo energético, que priorice la garantía de condiciones dignas para la población. En un mundo con una creciente demanda de energía, es necesario generar cambios estructurales que permitan una transformación sistémica. La transición energética no puede fundamentarse en la expansión de la frontera extractiva ni en un supuesto «interés general» que ha significado despojo para los territorios. La perspectiva corporativa, basada en la profundización del modelo actual, es antagónica a una transición energética justa, que debe ser construida desde y para los territorios, respetando sus realidades y necesidades.
En Colombia, ya existen propuestas de transición energética justa, algunas de ellas denominadas energías comunitarias. Estas iniciativas han surgido de organizaciones afectadas por grandes proyectos extractivos, que cuestionan la dependencia del mercado energético y proponen formas alternativas de relacionamiento con la energía como un bien común. Desde Censat Agua Viva, junto con otras organizaciones, hemos promovido durante los últimos cinco años la Exhibición Virtual de Experiencias Comunitarias de Transición Energética, un espacio que visibiliza alternativas construidas desde los territorios en toda Latinoamérica.
A pesar de esto, los debates sobre la energía suelen ser invisibilizados o simplificados por los medios masivos de comunicación, dominados por quienes sostienen el modelo energético actual. Es necesario cuestionar, no sólo la oferta de gas, sino también nuestra dependencia de él, y cómo se usa, distribuye y comercializa. Hacemos un llamado a un diálogo plural e incluyente, que evite la estigmatización de comunidades y organizaciones que han alzado su voz contra el extractivismo. Proponemos una transición energética justa, donde las personas, los territorios y los bienes comunes sean el centro, en lugar de los intereses económicos.Otro aspecto fundamental es la discusión sobre fuentes alternativas de energía, que tienen la capacidad de abastecer la demanda doméstica de electricidad, como la energía solar y eólica, las cocinas eléctricas y la calefacción por inmersión, tal y como puede verse en las publicaciones Perspectivas del gas en Colombia y calentadores solares de agua, que publicamos como parte del Consejo Permanente para la Transición Energética Justa. Sin embargo, más allá de cambiar una fuente por otra, es necesario reflexionar sobre los usos de la energía: ¿cuánta energía es realmente necesaria para garantizar el derecho a la energía?, ¿qué porcentaje del consumo energético es suntuario y debería ser cuestionado en un contexto de crisis ambiental? Estas preguntas deben estar en el centro del debate, pues la transición no puede reducirse a una sustitución tecnológica, sino que debe transformar las lógicas de consumo, acceso y distribución de la energía de manera estructural.
Adenda:
El presidente Gustavo Petro propuso recientemente importar gas desde Qatar, lo que ha sido interpretado como un reconocimiento implícito del déficit de gas en el país, pese a afirmaciones previas que lo negaban. Esta propuesta ha generado críticas por su inviabilidad económica, las limitaciones de infraestructura y las altas emisiones asociadas a su transporte. También se consideró importar gas desde Venezuela, pero esta opción fue descartada por restricciones de EE.UU. y el deterioro de la infraestructura, lo que la hace inviable a corto plazo.
Pese a este planteamiento, nuestra perspectiva sobre el problema no cambia, ya que sigue sin resolverse el debate de fondo.